Escrito por Sandy Sánchez, trabajadora sexual del barrio Pichincha. Colaboradora de Colectivo Arco Iris a mediados de los años noventa en Rosario. Texto compilado en el volumen «Mariconcitos: feminidades de niños, placeres de infancia» de Juan Manuel Burgos y Emmanuel Theumer, publicado en Córdoba en 2017.
Cuánto cobrás, putito
Los recuerdos de mi niñez son bastante borrosos por el tiempo que ha pasado. Si hago un esfuerzo recuerdo, de mis primeros tiempos, que con mis primas jugábamos a “ser grandes”. Básicamente, eso era vestirnos como lo hacían mis tías, mis abuelas y mi mamá. Con vestidos, tacones, turbantes, aretes, pulseras, perfumes y maquillaje incluido. Todo iba bien, en un principio, pero no se extendió mucho tiempo. Un nene de cinco años que jugaba constantemente a ser una mujercita, decían, podría afectarle en su futuro. Así que después de varios retos e impedimentos, y con la excusa de que las tías se enojaban al encontrar el placar revuelto o porque le faltaban cosas de su cartera, dejamos esos juegos para solo preparar comiditas y el té.
Unos años después mis primas dejaron de jugar conmigo. No sé bien el motivo por el cual sucedió: si habrá sido porque ellas se mudaron o los mayores no se lo permitían. O simplemente no me sentí más cómoda jugando con ellas a peinar muñecas; creo que también me aburría bastante.
En los años que siguieron, pasé mucho tiempo con mis cuatro hermanos varones, mis primos y vecinitos, con los que jugábamos al metegol, a la pelota y al ping pong en invierno. En los veranos, pasábamos todo el tiempo en la pileta, y en los juegos comenzamos a usar mucho la fuerza y la estrategia, para derribarnos entre nosotros desde los laterales de la pile. Era una lucha libre, con ciertas reglas, que consistía en derribar al contrincante y hacerlo caer a la pileta. Cuando alguno había caído, podíamos arrojarnos encima del derrotado y sostenerlo debajo del agua, para ver cuánto tiempo podía aguantar. También podíamos voltear al ganador de la pelea, tomar aire, y sostenerlo bajo el agua. Estos juegos, que se podría decir fácilmente que son muy de macho, a mí me resultaban muy divertidos y excitantes. Me medía a mí misma para saber cuánto tiempo podía estar debajo del agua sin respirar. Sobre todo por ser la mariquita de la familia y del grupo. No me tenía que dejar atemorizar y, de alguna forma, tenía que defenderme con todas las estrategias discursivas y la fuerza de mis brazos y puños que fuera necesaria para, al menos, arrojarles a mis hermanos lo primero que tenía a mano, como una piedra o un cascote. Era muy difícil ganar espacios dentro del seno familiar cuando el mundo está diseñado para los machos y no para las maricas. Así que tuve que aprender a defenderme de cualquier manera.
Mi transcurso por la escuela fue menos grato que por mi entorno familiar. En el cole, las burlas, empujones, trabadas, golpizas y escupitajos eran moneda corriente. Muchas veces llegué al punto de pensar en ahorcarme, utilizando la varilla que sostenía la campana del patio principal. Demostraría así que ahí me fueron matando, día tras día, hasta no poder soportar más las humillaciones. Recuerdo que, cuando tenía once años, estaba harta de los maltratos e insultos que me propinaba un compañero. Un día me preguntó cuánto cobraba por sexo, y si yo era puto. Mis compañeros se rieron, todos. Junté valor en un segundo, me levanté de mi asiento y fui hasta donde estaba él, tomé una silla y se la partí en la cabeza. Luego nos trenzamos en una pelea hasta que nos separó la maestra. Como en una buena revictimización, la maestra quiso que yo precisara por dónde pasaba la ofensa. Terminé dando explicaciones absurdas. Al día siguiente, llamaron a mi mamá desde la escuela.
Para mi familia lo sucedido era deshonroso, pero mucho peor era tener que dar explicaciones sobre el motivo de mi reacción “exagerada”, reconocer los insultos y burlas a los que era sometida. Ellos, al igual que mi maestra y compañeritos, no estaban dispuestos a reconocerme. Terminaron dando explicaciones absurdas.